Los hospitales son el crudo reflejo de la soledad. Estás en una sala de espera, con veinte personas dolientes e inquietantes mirándose entre sí. Y la batería no alcanza y la del cuerpo tampoco. Y un viejo en frente mirando con cara de depravado (como si a los depravados les importara la enfermedad) Qué pasa, gil…le digo con la mirada. No ves que no me gusta. No ves que no soporto ni mi peso, ni el sonido de los celulares, ni mis ojos cansados recordándome lo mal que he dormido. Y qué vas a hacer, entonces…me pregunto mientras me estiro en la silla. Sin comida, sin batería y sin gafas. Cómo coños salí sin gafas, por qué las sillas son tan incómodas, reviro y reviro.
Han pasado 4 horas, ya es de noche y me vengo al bar de la esquina. El pan sabe a angustia y el café quema hasta el alma. Y qué pasa si te digo que tengo miedo. Miedo de volver sin anteojos a casa, por ejemplo. Pero el miedo es un parásito, me dijeron alguna vez. Qué pasa si tengo miedo o si te digo que, en realidad el miedo me tiene agarrada apretándome del pecho.
Estar solo en un hospital es algo parecido al sabor amargo de una fruta podrida.