Aunque tengo lejana la posibilidad de comerlo, siempre me hace bien recordarlo.
¿Por qué es un desayuno perfecto?
Porque lleva arepa; arepa delgadita, entre mas delgatita mejor. Aprendí de mi mamá a hacerle unos cuantos cortes en todas partes, así se impregna de mantequilla. Seee, mucha mantequilla.
Huevo frito con la yema blandita, entre mas blandita mejor.
Queso, pero queso criollo.
Chocolate caliente… pero con agua. De esa parte se encarga mi papá; con molinillo y todo!
Y por último y no menos importante: un par de galletas saltinas que pueden ir perfectamente dentro del chocolate para luego comerlas blanditas, con queso derretido -que previamente dejé caer dentro del chocolate-
Ese es mi desayuno perfecto. Y luego de recordarlo, mientras pasan las horas lentas de la tarde, también se me vino a la mente un cuento que me leí hace poco, con el mismo nombre.
No vas a esperar a que se cuele la luz por la ventana. Vas a mirar a
Takashi dormir a tu lado. Vas a pensar que es bueno que descanse
porque lo espera un largo día de trabajo. Vas a levantarte del futón sin
hacer ruido, y levísima vas a andar por el tatami hasta la cocina, donde te
vas a vestir para no rasgar el sueño de papel de Hiro y de Takashi.
Un desayuno perfecto requiere pescado fresco y el pescado más fresco
está en los alrededores del mercado de Tsukiji. Es temporada de caballa.
Vas a ir en tren a Tsukiji por una caballa perfecta.
Una vez allí todas te van a parecer bellas. Ese reflejo azul, las líneas de
tigre en negro mojado, siempre mojado, como un recuerdo que nunca se
seca, un recuerdo del océano.
Vas a cerrar los ojos y vas a elegir. No te vas a dejar llevar sólo por lo
que veas. Vas a hacer el viaje de regreso a casa con la caballa perfecta
en una bolsa, deseando que no se produzca ninguna demora. Sería una
pérdida de frescura. Una grieta en la lisura de tu plan.
Una vez en casa, vas a cortar la caballa a la mitad y la vas a salar, para
que retenga en ella su espíritu del mar. Vas a poner el arroz en remojo,
después de haberte lavado las manos con ese jabón de coco que te
regaló Mariko. Qué afortunada. ¿Cuántas japonesas se lavan por la
mañana la cara y las manos con un jabón de cocos?
Vas a imaginar una playa como las de los avisos de agencias de viaje y
vas a acercar tu imaginación a la punta de las palmeras: vas a ver los
cocos, con los que hicieron el jabón para que tus manos sean suaves
esta mañana. Vas a desear que algo de esa playa y esa blancura del
coco pase al arroz a través de tus manos cuando lo laves y lo dejes en
reposo.
El reposo es importante. En todo.
Para hacer el miso shiru vas a perfumar el agua con pequeñas anchoas
secas. Vas a imaginar la danza del dulzor del coco con el sabor salado
de las anchoas. Como si ese mar que acaricia los pies de las palmeras
volviera a hacerlo en Tokio, en tu casa.
No vas a poner muchas anchoas en el agua porque si no esa danza de
sabores se transformaría en una lucha.
Vas a abrir el natto, y el paquete de nori, ese que compraste después de
ahorrar. Nori de una negrura perfecta, como una muerte. Sin los atisbos
de verde de las algas comunes.
Hay algo de soberbia en este gesto y te vas a avergonzar, pero la idea
de un desayuno perfecto va a volver a convencerte de que hiciste bien,
de que un solo elemento de otra calidad echaría a perder el trabajo
puesto en todos los demás.
Por eso también vas a usar el té del primer brote, ese del sur del Japón.
Vas a retirar el agua del fuego antes de hervir, vas a humedecer apenas
las hojas y luego de echar el agua las vas a dejar reposar. Se van a
desperezar y van a dejar salir su sabor, su perfume, su esencia verde en
tu cocina gris. Vas a ir a la habitación de tu hijo. Vas a quedarte
arrodillada junto al futón mirando su respiración. Podrías pasar todo el
tiempo del mundo así. Qué egoísta. Podrías dejar que el desayuno se
pudriera en la cocina, y el resto del mundo sin sentido se hiciera pedazos
allí afuera, y seguir arrodillada junto al futón de Hiro. Como si fuera tuyo y
no del mundo que lo espera y del que es un engranaje más.
Vas a poner una mano en su pequeño hombro flaco. El niño va a decir
«Hi» y le vas a responder con un tono de voz ni alto ni bajo que es la
hora de levantarse.
Él se va a restregar los ojos y va a decir «Sí, mamá» y luego se va a
volver a tapar para remolonear un minuto más.
Luego vas a volver a la cocina y vas a escuchar cómo Hiro y tu marido se
preparan para sus días llenos de obligaciones, como árboles llenos de
frutos o de flores.
Vas a mezclar la mostaza con el natto: una danza de espadas. Un
tintineo filoso en tu nariz.
Vas a colocar todo sobre la mesa con el mismo cuidado de cada mañana
pero buscando algo más.
Ningún ángulo debe desafinar, ningún color puede chocar o apagarse,
deben fluir hasta Hiro y su papá.
Los perfumes deben seducir como lo que se oculta. El orden debe ser
amable como la voz de las chicas de los ascensores de los grandes
almacenes.
Vas a colocar una pequeña flor junto al recipiente del natto. Casi un
gesto de vanidad que no vas a poder evitar. Una señal tal vez.
Tu marido y Hiro van a arrodillarse alrededor del desayuno. Vas a
disfrutar mirándolos comer. Hiro, un poco desgarbado como acurrucado
aún en el sueño, se va a restregar la cara con el dorso de la mano que
sostiene los ohashi.
Vas a romper un huevo y lo vas a colocar en su bol. Un sol se va a
esparcir por un pequeño mundo de arroz.
Vas a ver a Hiro terminar de despertarse al masticar, y vas a percibir que
se da cuenta de que éste es un desayuno perfecto. Tu marido va a
comer hasta el último grano de arroz, lo último del natto, la última fibra de
la caballa y va a asentir mientras lo hace.
«Oishi», va a decir Hiro, y vas a estar satisfecha y vas a agradecer,
inclinando apenas la cabeza y sonriendo más con los ojos que con los
labios que no se despegan. «Oishi» va a repetir el niño, y vas a sentir un
pez globo en el pecho. Tu marido va a volver a asentir.
La mesa va a quedar vacía. Sólo los bols, tazas, pequeños platos, vacíos
como esqueletos. Y la flor, abierta como una boca que grita. Muda de
sentido en su belleza.
Hiro va a decir que tiene clase de inglés y se va a levantar corriendo.
Tu marido va a esperar un poco, como si reposara, como el arroz, como
el té. Luego se va a poner de pie apoyándose en los puños.
Vas a recoger las cosas de la mesa. Las vas a dejar cubiertas de
espuma en la pileta. Te vas a enjuagar las manos para despedirlos. Vas
a usar tu jabón de coco una vez más.
Hiro va a llevar su mochila y su gorra de béisbol.
Le vas a decir que se la debe quitar antes de entrar al colegio.
Él va a asentir y te va a decir que su amigo lo espera en la otra calle.
Le vas a decir que no lo haga esperar.
Tu marido, ya en la puerta, antes de calzarse, te va a decir que ha sido
un desayuno perfecto. Vas a agradecer.
Una vez sola en la casa, vas a limpiar en detalle, como siempre, pero de
otra manera. Todo puede siempre mejorarse. Qué falta de humildad sería
no intentarlo.
Al terminar, te vas a sentar junto al horno y vas a abrir la puerta, hacia
abajo como los puentes levadizos.
Vas a girar la llave y vas a apoyar la cabeza en la puerta como si fuera
una almohada en la que vas a descansar.
La nota de disculpas ya estará hecha y la habrás dejado sobre la mesa.
Vas a pensar en las playas llenas de sol y palmeras muy altas. En las
puntas vas a ver cocos y vas a adivinar su interior blanco y su perfume.
Vas a mirar el mar, vas a sentir ese olor extraño que viene y va.
Alejandra Kamiya
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